Recuerdo las manos de mi abuela guisando millo en una sartén enorme. Blancas y dibujando círculos con el grano duro mientras dejaba caer un poquito de azúcar. Blanco sobre ocre.
Al olor de la golosina nos juntamos muchas cabezas pequeñas alrededor del fuego, para la merienda.
– ¡Aún está latiendo! – dijo «maye», mi abuela.
Latía el cochafisco. Latían nuestras ganas de saborearlo. Y entre latido y latido observé que las llamas se revolvían furiosas, como un dragón escupiendo fuego, con formas circulares cual nube gorda de verano. Por momentos eran lenguas de luz afiladas como un sable. Se diría que aquel dragón de fuego quería escapar de entre las brasas y volar hasta algún nido, en el ciruelero viejo.
Cuando el millo dejó de palpitar Maye lo repartió. Sus manos arrugadas eran fuertes y a la vez suaves. Mi hermana pequeña y yo corrimos a jugar de nuevo al escondite. La alfalfa estaba grande y pudimos tumbarnos seguras mientras mascábamos la delicia tostada. Nos quedamos contemplando el cielo: La luna llena acababa de subir para alumbrarnos, parecía azul y más grande que nunca antes.
La noche nos enfrió el cuerpo y volvimos a casa. Ya no había fuego. La hoguera estaba dormida y los grillos muy despiertos.
– ¿Quién habrá ganado la pelea?- pregunté en voz alta-
-¿Qué pelea?-mi hermana me contestó con otra pregunta, como le gustaba hacer.
-La del dragón contra las brasas…- dije yo- pero esta vez no contestó nadie. Me inquieté más y más. Miré al ciruelero de nuevo, las frutas todavía estaban verdes y lucían como huevitos escapados del gallinero. En breve se pondrían oscuras y dulces. Íbamos a poder hacer tarta de ciruelas.
Pero ni rastro del fuego. Contemplé agua alrededor de la hoguera. Anduve un trecho corto, lentamente y en silencio, ensimismada en mis pensamientos, buscando como lechuza alguna pista entre las sombras. Y hasta creé las primeras frases para un nuevo cuento:
Imaginar no quise, sino saber lo que se hizo con tanto fuego, ahora ausente.
¡Dragón: ahí estas! ¡Vives y sobrevives!
Escuché un sonido grave y muy bajito al que perseguí. Allí estaba y me miró. Le devolví la mirada y hasta repetí el upupú. Miré con admiración al pajarito que se había camuflado como los pulpos entre las rocas de la playa. Esa noche dormí con la promesa de guardar el secreto y convertirme en su protectora.